martes, 23 de diciembre de 2008

Del Capricho No. 1 de la Transición española o de la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas de la Guerra Civil española y de la dictadura



[Esta entrada forma parte de la serie de los Caprichos de la Transición española]


Desde que la muerte de Franco en 1975 abriera el camino de la reforma política en España se han llevado a cabo una serie de iniciativas legales y administrativas para compensar a quienes perdieron la guerra y a sus familiares. Resultaba imperioso equiparar los derechos de vencedores y vencidos, reparar parte de las injusticias que una larga y celosa dictadura había generado. Debido al equilibrio de fuerzas políticas entonces, la impaciencia por consolidar la incipiente institucionalidad democrática obligó a cierto pragmatismo. La reparación de víctimas se concentró esencialmente en medidas de carácter material, sin considerar medidas de castigo por las gravísimas violaciones de derechos cometidas.

El primer parlamento democrático elegido en Junio de 1977 se estrenó con la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977 que completaba una serie de medidas anteriores destinadas a amnistiar los delitos relacionados con actos de intencionalidad política (incluidos los presos de ETA). La Ley también amnistiaba “los delitos y las faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley”. En práctica, “una ley de punto final… que consagraba la impunidad de la dictadura franquista…a cambio de liberar presos políticos con delitos de sangre” (ver “La justicia transicional en los casos español, argentino y chileno” Paloma Aguilar, 2007 - del que extraigo parte de la información que se incluye a continuación).

Se acordó asimismo, entre todos los partidos políticos, no remover el pasado, concentrarse en la estabilización de la joven democracia. Este tipo de acuerdo sobre cuestiones especialmente divisivas, conocidas como “reglas mordaza”, pueden ser muy útiles en transiciones para favorecer la cooperación de fuerzas políticas, pero también conllevan riesgos. Y en efecto, en España, esta enfática apología del silencio sigue impidiendo más de treinta años después de andadura democrática, un sosegado debate de lo ocurrido hace siete décadas.

Los pasos iniciales dados en la Transición habían dejado numerosas lagunas. El proyecto democrático sólo encontraba el apoyo de todos cuando se miraba hacia el futuro. Durante los años ochenta y noventa se avanzó en el ámbito de la reparación material. Sólo en 1996 llegaron las primeras declaraciones de reconocimiento moral de los represaliados, destacando con ocasión de la concesión de la nacionalidad española a los brigadistas internacionales, “la justicia de su causa y su contribución al reestablecimiento de las libertades”. En la Ley de restitución de bienes incautados a los partidos (1998), que el partido conservador (PP) aprobó con apoyo de partidos nacionalistas vascos y catalanes y la oposición del partido socialista (PSOE), aparece por primera vez una descalificación a algunas acciones de la dictadura al referirse a la “restauración de situaciones jurídicas ilegítimamente afectadas por decisiones adoptadas al amparo de una normativa injusta”.

En resumen, tras más de veinte años de democracia, a una incompleta serie de reparaciones materiales se añadía una discretísima reparación moral.

Es durante la legislatura del PSOE en 2004-2008 que se lleva a cabo el mayor impulso legislativo acometido hasta el momento en este ámbito con la aprobación de la Ley 52/2007, conocida como “Ley de la Memoria Histórica”. La agria polémica que acompañó su aprobación es ilustrativa de la profunda huella que ese pacto fundacional de la Transición aún imprime en la sociedad española: No miremos atrás. La Ley de la Memoria Histórica irritó y decepcionó. Recibió críticas por exceso y por insuficiencia. Personalmente, aún busco en su prudente articulado qué pudo provocar tanto agravio si no razones para la impaciencia de las víctimas.

El objeto de la Ley, (art.1), es el de “reconocer y ampliar derechos a favor de quienes padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, o de creencia religiosa, durante la Guerra Civil y la Dictadura, promover su reparación moral y la recuperación de su memoria personal y familiar [sic]…”.

La Ley confirma el apoyo a la preservación de documentos históricos y crea el Centro Documental de la Memoria Histórica y Archivo General de la Guerra Civil. También amplia las medidas de reparación material con nuevas y más generosas compensaciones económicas.

La Ley aporta otros elementos relativos a la reparación moral como son la declaración de ilegitimidad de las condenas por motivos políticos acontecidas durante la Guerra Civil y la dictadura, y el derecho a obtener declaración de reparación. La retirada de símbolos de exaltación de la sublevación militar, la Guerra Civil y la represión de la Dictadura también se recoge en su articulado.

Pero sin duda, uno de los elementos más sensibles, y peor resueltos por la Ley, es el relativo a la colaboración de las Administraciones públicas con los particulares y las asociaciones de víctimas en la localización de fosas, exhumación e identificación de restos. La Ley transfiere a las víctimas la carga de liderar una investigación que debería ser asumida y dirigida por el Estado. Como indicara Amnistía Internacional, “dichas tareas no pueden ser acometidas de cualquier manera. Se requiere de un Protocolo de exhumación, identificación, e inhumación de los cadáveres, preservando de forma estricta la cadena de custodia de los restos humanos y de otros elementos como pruebas judiciales que son” (ver Informe Amnistía Internacional “sobre la obligación de investigar los crímenes del pasado y garantizar los derechos de las víctimas de desaparición forzada durante la Guerra Civil y el franquismo”, noviembre 2008).

Así, la mera facilitación de las gestiones de las familias de los desaparecidos (subvenciones, mapas, regulación de ocupación temporal de terrenos) no son posible alternativa a una investigación que debería coordinarse y supervisarse por las autoridades judiciales competentes.

Es importante recordar, subrayando la relevancia de la preservación de los estándares en la obtención de pruebas, que la Disposición Adicional 2ª de la Ley afirma a modo de clarificación: “Las previsiones contenidas en la presente Ley son compatibles con el ejercicio de las acciones y el acceso a los procedimientos judiciales ordinarios o extraordinarios establecidos en las leyes o en los tratados y convenios internacionales suscritos por España” (ver Capricho No. 2).

Pero la tibieza que afecta a la Ley en lo referente a la investigación del paradero de los desaparecidos es sólo parte de una ausencia de mayor calado: el derecho a la verdad.
La Ley menciona en varias ocasiones el concepto de “derecho a la memoria” (el vocablo “memoria” se usa en 14 ocasiones) evitando, deliberada y tristemente, referirse al derecho a la verdad, desprotegiéndolo (el vocablo “verdad” no se usa por el legislador en ningún momento).

Tan solo 10 meses después de la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica, el Comité de Derechos Humanos indicaba en su informe de 27 de octubre de 2008 que “aunque toma nota con satisfacción de las garantías dadas por el Estado parte en el sentido de que la Ley de la Memoria Histórica prevé que se esclarezca la suerte que corrieron los desaparecidos observa con preocupación las informaciones sobre los obstáculos con que se han tropezado las familias en sus gestiones judiciales y administrativas para obtener la exhumación de los restos y la identificación de las personas desaparecidas.”

El derecho a la verdad, bien jurídico que debería haberse protegido de forma decidida por la Ley, representa hoy una de las mayores cuentas pendientes de nuestra democracia (ver Capricho No. 4). La verdad es la piedra angular de un verdadero proceso de justicia y reparación.

Desdichada memoria la que ha de forjarse a orillas de la verdad.

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